21 mayo, 2013

Hace tiempo que no escribo. Supongo que el motivo es sencillo, vagancia sin más. Claro que también podría ponerme estupenda y contaros que he estado muy ocupada últimamente con esto de la asesoría y los estudios y el amor, y la vida en general. Lo cierto es que en los últimos meses casi no escribo -salvo cosas de trabajo- y casi no leo, y me siento entumecida de arriba a abajo, atrofiada. Pero hoy se me antojó un buen día para comenzar de nuevo. La ocasión: la proximidad de mi cumpleaños.
Voy a cumplir una edad infame, terrible, que me acerca al abismo de los 40. Hay que decirlo en voz alta, sin pudor y sin temor, como buscando redimirte con el gesto. Voy a cumplir 38 años.
Reconozco que el año que pasó lo hizo de forma lenta, pausada, como si quisiesen dilatarse los segundos para que viviese más y más. Estoy intentando acostumbrarme al número, pero todavía es pronto. Busco la manera de celebrarlo sin demasiadas florituras ni muchas vueltas. Creo que ni tarta voy a tener este año. Me apetece desayunar fuera, en una terraza con la brisa de la mañana golpeándome la cara y las noticias frescas impresas recordándome que el mundo se va a la mierda. Ir a currar en bici y  aprovechar a la vuelta para darme un paseíto por la Verdura y tomar una caña. Por la tarde debería regalarme algo, un collar , por ejemplo. Y ponerme mis mejores galas acompañadas de un rojo de labios intensos para ir a clase de inglés (el deber lo primero) antes de cenar en algún sitio bonito de la ciudad.
Suena casi perfecto.